CAPÍTULO XIX
En mis visitas a los Kaltaani de la región acerté a encontrar toda clase de entes y entre ellos uno en particular que me llamó poderosamente la atención.
Este ente tricerebrado con quien me encontré varias veces ejercía la profesión de «sacerdote» y respondía al nombre de «Abdil».
Como casi todas mis actividades personales, querido nieto, durante este segundo descenso al planeta Tierra, se hallaron vinculadas con las circunstancias exteriores inherentes a este sacerdote Abdil, y como acertó a suceder que tuve en ésta mi visita al planeta Tierra toda suerte de dificultades por su causa, me detendré a contarte más o menos detalladamente acerca de este ente tricerebrado del que te estoy hablando; además, podrás entender, al mismo tiempo, gracias a lo que yo te cuente, los resultados que entonces logré con el fin de extirpar de raíz del extraño psiquismo de tus favoritos la necesidad de destruir la existencia de los entes de otras formas a fin de «complacer» y «aplacar» a sus dioses e ídolos.
Si bien este ente terrestre -que más tarde había de convertirse para mí en un ente tan querido como los de mi propia familia- no era un sacerdote del rango más elevado, se hallaba bien versado, sin embargo, en todos los detalles de la enseñanza y de la práctica de la religión entonces prevaleciente en todo el distrito de Tikliamish; conocía asimismo, este individuo, la psiquis de los fieles de este credo y en especial, claro está, la de los entes pertenecientes a su «congregación», según se llaman estas agrupaciones.
Muy pronto nos hallábamos en muy buenos términos y entonces pude descubrir que en el Ser de este sacerdote Abdil -debido a diversas circunstancias externas entre las cuales se contaba la herencia, así como las condiciones en que había sido preparado para asumir su existencia responsable- la función denominada «consciencia», que debiera hallarse presente en todos los entes tricentrados, no se había atrofiado todavía por completo, de modo que una vez que hubo conocido con su Razón ciertas verdades cósmicas que yo le expliqué, adquirió inmediatamente en su presencia, hacia los entes que lo rodeaban semejantes a él mismo, casi una actitud igual a la normal entre todos los entes tricerebrados del Universo que no se han desviado del destino señalado, es decir, se convirtió en un ente «piadoso» y «sensible» para con los que lo rodeaban.
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Pues bien, querido nieto, durante los primeros días de mi viaje a la ciudad de Koorkalai, acerté a tratar diversos temas con aquel amigo mío que te mencioné antes, el sacerdote Abdil, pero, por supuesto, nunca le hablé de aquellos puntos que podían revelar mi verdadera naturaleza.
Al igual que la mayoría de los entes tricerebrados que habitan en tu planeta favorito con quienes trabé relaciones en mis dos visitas, también él me tomó por un congénere, pero considerándome sabio y entendido en la psiquis de los terráqueos.
Desde nuestros primeros encuentros, siempre que comenzábamos a hablar de otros entes semejantes a él, me conmovía profundamente la simpatía que por ellos experimentaba. Y cuando mi Razón me hizo comprender claramente que la función de la consciencia, fundamental para los entes tricentrados, que le había sido transmitida a su presencia por vía hereditaria, no se había atrofiado todavía completamente, comenzó a desarrollarse en mi naturaleza, a partir de ese momento, y a cristalizarse como resultado normal del proceso, un «impulso necesario realmente funcional» hacia él, semejante al que experimento hacia mis congéneres.
Desde entonces también él, de acuerdo con la ley cósmica que afirma «de toda causa nace su efecto correspondiente» comenzó a experimentar hacia mí un «Silnooyegordpana» o, como lo llamarían tus favoritos, «un sentimiento de confianza hacia un semejante».
Pues bien querido nieto, tan pronto como fue comprobado esto por mi Razón, se me ocurrió la idea de materializar mediante mi primer amigo terrestre la tarea que se me había encargado ejecutar personalmente en esta mi segunda visita al planeta Tierra.
Comencé, en consecuencia, a encaminar deliberadamente todas nuestras conversaciones hacia el problema de los sacrificios a los dioses.
Si bien, mi querido nieto, es mucho el tiempo transcurrido desde que hablé con este amigo ente terrestre, creo que sería capaz todavía de recordar y repetir palabra por palabra todo cuanto en aquellas conversaciones dijimos.
Pero ahora me limitaré a recordar y repetirte solamente la que fue nuestra última conversación y que sirvió como punto de partida a todos los hechos posteriores que, aunque pusieron a la existencia planetaria de este amigo ente terrestre un doloroso fin, pusieron sin embargo a su alcance la posibilidad de proseguir su tarea de autoperfeccionamiento.
Esta última conversación tuvo lugar en su casa. Le expliqué en aquella ocasión con toda franqueza la extrema estupidez y lo absurdo de esta costumbre de los sacrificios.
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De modo pues, querido nieto, que esta última conversación con aquel amigo terrestre le produjo una impresión tan fuerte que en los días que siguieron no pudo dejar de pensar y pensar en lo que yo le había dicho.
En resumidas cuentas, el resultado final de aquello fue que este sacerdote llamado Abdil comenzó finalmente a conocer y percibir el verdadero significado de la costumbre de ofrendar sacrificios a los dioses.
Varios días después de nuestra conversación, se celebró una de las dos grandes festividades religiosas de todo el país de Tikliamish, llamada «Zadik». Pero en el templo en que mi amigo Abdil oficiaba como sacerdote principal, en lugar de decir el sermón habitual después de la ceremonia del templo, comenzó a hablar inesperadamente acerca de los sacrificios.
Yo acerté a hallarme presente por casualidad en aquel gran templo y pude así escuchar las palabras que les dirigió a los fieles.
Aunque el tema de su disertación era insólito en semejante ocasión y en semejante lugar, no le sorprendió a nadie debido a lo bien que habló y a la vehemencia y hermosura sin precedente de sus palabras.
Habló tan bien y tan sinceramente en verdad, y tantos fueron los ejemplos ilustrativos y convincentes contenidos en su magnífica alocución, que gran parte de la concurrencia no tardó en comenzar a llorar amargamente.
Tan fuerte fue la impresión que sus palabras produjeron en el auditorio, que pese a que la disertación se prolongó hasta el día siguiente en lugar de la media hora habitual, cuando hubo terminado, todos permanecieron largo tiempo como fascinados, negándose a marcharse.
A partir de ese momento comenzaron a divulgarse entre los que no habían asistido personalmente ciertos fragmentos de lo que él había predicado.
Es interesante notar que era costumbre por entonces que los sacerdotes vivieran nada más que de las ofrendas que buenamente querían concederles sus feligreses; y también nuestro sacerdote Abdil había practicado este hábito de recibir de sus feligreses toda clase de alimentos para su sustento ordinario.
Entre los presentes que los feligreses solían llevarle había cadáveres asados y hervidos de entes de las más diversas formas exteriores tales como «pollos», «corderos», «gansos», etc. Pero después de esta famosa disertación nadie le volvió a llevar ninguno de estos presentes, sino tan sólo frutas, flores, trabajos manuales, etc.
Al día siguiente de su discurso, mi amigo ente terrestre se convirtió inmediatamente, para todos los ciudadanos de Koorkalai, en lo que se llama un «sacerdote de moda», y no sólo se hallaba el templo en que realizaba sus oficios atestado de gente, sino que pronto se le pidió que hablara en otros templos.
Habló así en una gran cantidad de oportunidades acerca de los sacrificios realizados en honor de los dioses y antes de que pasara mucho tiempo el número de sus admiradores había crecido considerablemente, de modo que pronto fue popular, no sólo entre los entes de la ciudad de Koorkalai, sino en todo el territorio de Tikliamish.
No sé qué hubiera pasado si todo el clero, esto es, todos los demás hombres pertenecientes a la misma profesión que mi amigo, no se hubiera alarmado a causa de su popularidad y no hubiera levantado una enconada resistencia hacia lo que él predicaba.
Claro está que lo que sus colegas temían era que si desaparecía la costumbre de ofrendar sacrificios a los dioses, también desaparecerían sus excelentes ingresos, con lo cual habría de reducirse considerablemente su autoridad, hasta desvanecerse por completo.
Día a día aumentó el número de enemigos del sacerdote Abdil, difundiéndose por todas partes viles calumnias acerca del mismo, tendentes a destruir su popularidad y su afianzamiento entre la población.
Los demás sacerdotes comenzaron por dirigir sermones a los fieles congregados en sus templos, tratando de demostrar exactamente lo contrario de lo que predicaba Abdil. Finalmente, el clero llegó al punto de sobornar a diversos entes dotados de propiedades de «Hasnamuss» para que planeasen y cometiesen toda clase de atentados contra el pobre Abdil y, en realidad, fueron varias las ocasiones en que estas nulidades terrestres dotadas de las mencionadas propiedades trataron de destruir su existencia echándole veneno a las diversas ofrendas comestibles que sus feligreses le llevaban.
Pese a todo ello, el número de admiradores sinceros del valeroso sacerdote aumentaba diariamente.
Por fin, la corporación entera de sacerdotes no pudo soportarlo más.
Y en un triste día para mi amigo, se llevó a cabo un juicio general ecuménico que duró cuatro días.
La sentencia de este Concilio Ecuménico General no sólo expulsó definitivamente a Abdil del sacerdocio, sino que dejó las puertas abiertas para la organización de una verdadera persecución contra el sacerdote en desgracia.
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Claro está que todo esto fue teniendo poco a poco un fuerte efecto sobre la mentalidad de los entes ordinarios, de modo que incluso aquellos más próximos a él, que antes lo habían estimado, comenzaron entonces a evitarlo gradualmente, repitiendo toda suerte de calumnias acerca de su persona.
Incluso los que un día antes le habían mandado flores y otros diversos presentes, reverenciándolo casi como a un ente divino, se volvieron tan acérrimos enemigos, debido a las constantes habladurías, que no parecía sino que aparte de injuriarlos personalmente, les hubiera matado a sus entes más queridos.
Así es la psiquis de los entes que habitan aquel peculiar planeta.
En resumen, merced a su sincera buena voluntad para con aquellos que lo rodeaban, este amigo mío debió sufrir un verdadero martirio. Y aun esto quizás no hubiera sido nada, si la culminación de la inconsciencia por parte del clero no los hubiera llevado a determinar su fin, es decir, a determinar la muerte del sacerdote Abdil.
Así ocurrieron las cosas:
Mi amigo no tenía ningún familiar en la ciudad de Koorkalai, debido a que había nacido en un pueblo muy distante.
Y en cuanto a los cientos de servidores y otras nulidades terrestres ordinarias que lo habían rodeado durante su anterior prosperidad, lo habían ido abandonando ahora paulatinamente, debido, claro está, a que el amo había perdido ya su anterior importancia e influencia.
Hacia el fin, sólo permaneció a su lado un viejo amigo que había vivido toda la vida con él.
A decir verdad, este anciano había permanecido a su lado sólo a causa de su avanzada edad, lo cual, en aquel planeta, suele volver a la gente absolutamente inútil para cualquier cosa.
Se quedó a su lado simplemente porque no tenía otro lugar donde ir y ésa fue la única razón por la cual no abandonó a su amigo, acompañándolo incluso en los días de plena persecución.
Al entrar en la habitación del sacerdote una funesta mañana, el anciano descubrió que le habían dado muerte, hallándose su cuerpo planetario hecho pedazos.
Sabiendo que yo había sido amigo de su amo, se dirigió inmediatamente a mí para darme la triste noticia.
Ya te he dicho, querido niño, que había concebido en mi corazón un profundo cariño por aquel infortunado sacerdote, exactamente igual que si se hubiera tratado de uno de mis familiares más próximos. Así pues, cuando conocí la terrible nueva, experimenté en toda mi presencia una especie de Skinikoonartzino, es decir, que la conexión entre mis centros eserales separados casi sufrió una dislocación total.
Pero entonces temí que durante el día aquellos entes inconscientes cometieran nuevos ultrajes sobre el cuerpo planetario de mi amigo, de modo que decidí impedir por lo menos la posible actualización de aquel crimen.
Dispuse inmediatamente, entonces, que varios entes adecuados que me apresuré a contratar por una elevada suma de dinero, retiraran el cuerpo planetario de mi amigo, depositándolo temporalmente en mi Selchan, esto es, en la balsa en que había llegado y que se hallaba anclada a corta distancia del río Oksoseria y que todavía no había utilizado porque tenía la intención de navegar desde allí hasta el mar Kolhidius a bordo de nuestra nave Ocasión.
El triste fin de la existencia de mi amigo no impidió que sus prédicas acerca del cese de los sacrificios a los dioses tuvieran un profundo efecto sobre un amplio sector de la población.
Y, a decir verdad, el número de víctimas ofrecidas en sacrificio comenzó a disminuir apreciablemente, haciéndose claro el hecho de que si bien la costumbre quizás no fuera abolida totalmente en aquel tiempo, por lo menos habría de mitigarse considerablemente.