B9 <=[BTG I The arousing of thought, p. 10]=> B11
The Russian language, it cannot be denied, is very good. I even like it, but . . . only for swapping anecdotes and for use in referring to someone’s parentage.
The Russian language is like the English, which language is also very good, but only for discussing in “smoking rooms,” while sitting on an easy chair with legs out-stretched on another, the topic of Australian frozen meat, or, sometimes, the Indian question.
Both these languages are like the dish which is called in Moscow “Solianka,” and into which everything goes except you and me, in fact everything you wish, and even the “after dinner Chesma” of Sheherazade.
It must also be said that owing to all kinds of accidentally and perhaps not accidentally formed conditions of my youth, I have had to learn, and moreover very seriously and of course always with self-compulsion, to speak, read, and write a great many languages, and to such a degree of fluency, that if in following this profession unexpectedly forced on me by Fate, I decided not to take advantage of the “automatism” which is acquired by practice, then I could perhaps write in any one of them.
But if I set out to use judiciously this automatically acquired automatism which has become easy from long practice, then I should have to write either in Russian or in Armenian, because the circumstances of my life during the last two or three decades have been such that I have had for intercourse with others to use, and consequently to have more practice in just these two languages and to acquire an automatism in respect to them.
O the dickens! . . . Even in such a case, one of the aspects of my peculiar psyche, unusual for the normal man, has now already begun to torment the whole of me.
El idioma ruso, no puede negarse, es excelente. Hasta creo que me gusta, pero… solamente para contar anécdotas o para utilizarlo cuando uno alude a su parentela.
El ruso es como el inglés; este último es también excelente, pero sólo para discutir en las «salas de fumar», sentados en un sillón con las piernas estiradas sobre otro, acerca de la carne congelada australiana o, en ciertas ocasiones, de la cuestión hindú.
Estos dos idiomas son como el plato conocido en Moscú con el nombre de «sollanka», en el cual hay de todo salvo tú y yo; a decir verdad, todo lo que uno pueda desear e incluso, el «Cheshma»1, de Sheherezade.
También debo decir que a raíz de todo tipo de factores accidentales, o quizás no tan accidentales, que influyeron sobre mi juventud, tuve que aprender — por lo demás con la mayor seriedad y siempre, por supuesto, por autoimposición — a hablar, leer y escribir gran número de idiomas, llegando a dominarlos hasta tal punto, que si al seguir esta profesión tan inesperadamente impuesta sobre mí por el Destino, decidiese no sacar partido del «automatismo» que se adquiere con la práctica, quizás pudiera escribir en cualquiera de ellos. Pero si he de utilizar juiciosamente este automatismo automáticamente adquirido que tan fácil se ha vuelto gracias a una larga práctica, entonces deberé escribir en ruso o en armenio porque las peripecias de mi vida durante las dos o tres últimas décadas fueron tales que me vi obligado a usar en el trato social con la demás gente los dos idiomas, volviéndome por consiguiente, altamente diestro en su manejo automático.
¡Ah, diablos!… aun siendo así las cosas, uno de los aspectos de mi psiquismo peculiar, insólito para el hombre medio, ha empezado ya a atormentar todo mi ser.