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B19 <=[BTG I The arousing of thought, p. 20]=> B21

Having finished his business in town, he set off again on foot for home the same day.

Walking at sunset over the hills and dales, and willy-nilly perceiving the exterior visibility of those enchanting parts of the bosom of Great Nature, the Common Mother, and involuntarily inhaling a pure air uncontaminated by the usual exhalations of industrial towns, our Kurd quite naturally suddenly felt a wish to gratify himself with some ordinary food also; so sitting down by the side of the road, he took from his provision bag some bread and the “fruit” he had bought which had looked so good to him, and leisurely began to eat.

But . . . horror of horrors! . . . very soon everything inside him began to burn. But in spite of this he kept on eating.

And this hapless biped creature of our planet kept on eating, thanks only to that particular human inherency which I mentioned at first, the principle of which I intended, when I decided to use it as the foundation of the new literary form I have created, to make, as it were, a “guiding beacon” leading me to one of my aims in view, and the sense and meaning of which moreover you will, I am sure, soon grasp – of course according to the degree of your comprehension – during the reading of any subsequent chapter of my writings, if, of course, you take the risk and read further, or, it may be that even at the end of this first chapter you will already “smell” something.

And so, just at the moment when our Kurd was overwhelmed by all the unusual sensations proceeding within him from this strange repast on the bosom of Nature, there came along the same road a fellow villager of his, one reputed by those who knew him to be very clever and experienced; and, seeing that the whole face of the Kurd was aflame, that his eyes were streaming with tears, and that in spite of this, as if intent upon the fulfillment of his most important duty, he was eating real “red pepper pods,” he said to him:


Una vez finalizados sus negocios en la ciudad, emprendió el viaje de regreso hacia su casa ese mismo día.

Mientras caminaba, a la hora del crepúsculo, por valles y montañas, percibiendo, quieras que no, la visibilidad exterior de aquellos encantadores fragmentos del seno de la Gran Naturaleza — nuestra Madre Común — e inhalando el aire puro y sin contaminar (a diferencia de la asfixiante atmósfera de las ciudades industriales de hoy), nuestro kurdo sintió repentinamente, como es natural, el deseo de regalarse con una rápida merienda; de modo que, sentándose a un lado del camino, sacó de su bolsa un pedazo de pan y la «fruta» que lo había cautivado con su tentador aspecto en el puesto del mercado, y comenzó a comer alegremente.

Pero… ¡Horror de los horrores!… No bien había dado el primer bocado cuando todo su interior comenzó a arder. Pero a pesar del fuego que lo abrasaba, siguió comiendo.

Así pues, esta infortunada criatura bípeda de nuestro planeta siguió comiendo, gracias tan sólo a aquella peculiar característica humana que mencioné más arriba; me refiero al principio que intentaba convertir, cuando me decidí a usarlo como base de la nueva forma literaria por mí creada, en, por así decirlo, la guía de todos mis actos, conducente a uno de los objetivos perseguidos; principio cuyo sentido y significación no tardará el lector, estoy seguro, en captar — claro está que de acuerdo con su grado de comprensión — en el transcurso de la lectura de cualquier capítulo posterior de mis escritos, si, por supuesto, se decide a correr el riesgo de seguir avanzando en la lectura del libro; o quizás, también podría suceder que incluso antes de finalizar este primer capítulo ya «olfateara» algo.

Así pues, precisamente en el momento en que nuestro kurdo se hallaba abrumado por las insólitas sensaciones que su extraña merienda procedente del seno de la Naturaleza le había provocado, se aproximó por el mismo camino un vecino de su pueblo, vecino éste altamente reputado por cuantos lo conocían como hombre de ingenio y de vasta experiencia; y así que advirtió cómo la cara del kurdo parecía abrasada por las llamas, y sus ojos inundados de lágrimas y que, pese a todo esto, proseguía comiendo como si se hubiese tratado del cumplimiento de un deber impostergable, le dijo:

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