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I could then have done this very easily because before beginning the actual writing, it was assumed that there was still lots of time; but this can now no longer be done, and I must, without fail, as is said, “even though I burst,” begin.
But with what indeed begin . . . ?
Hurrah! . . . Eureka!
Almost all the books I have happened to read in my life have begun with a preface.
So in this case I also must begin with something of the kind.
I say “of the kind,” because in general in the process of my life, from the moment I began to distinguish a boy from a girl, I have always done everything, absolutely everything, not as it is done by other, like myself, biped destroyers of Nature’s good. Therefore, in writing now I ought, and perhaps am even on principle already obliged, to begin not as any other writer would.
In any case, instead of the conventional preface I shall begin quite simply with a Warning.
Beginning with a Warning will be very judicious of me, if only because it will not contradict any of my principles, either organic, psychic, or even “willful,” and will at the same time be quite honest – of course, honest in the objective sense, because both I myself and all others who know me well, expect with indubitable certainty that owing to my writings there will entirely disappear in the majority of readers, immediately and not gradually, as must sooner or later, with time, occur to all people, all the “wealth” they have, which was either handed down to them by inheritance or obtained by their own labor, in the form of quieting notions evoking only naive dreams, and also beautiful representations of their lives at present as well as of their prospects in the future.
Professional writers usually begin such introductions with an address to the reader, full of all kinds of bombastically magniloquent and so to say “honeyed” and “inflated” phrases.
En mi caso particular, esto podría haberme resultado sumamente fácil, puesto que antes de iniciar la elaboración efectiva de estos escritos, podía suponer que contaba todavía con muchísimo tiempo: pero esto no es así ya, y debo, por consiguiente, comenzar sin desmayos y, como suele decirse, «aunque reviente».
¿Pero con qué comienzo…?
¡Hurra!… ¡Eureka!
Casi todos los libros que he acertado a leer en mi vida comenzaban con un prefacio.
De modo que en este caso, también yo debo empezar con algo por el estilo.
Digo «por el estilo», debido a que, en general, en el transcurso de mi vida, desde el momento en que comencé a distinguir un varón de una niña, nunca hice nada, absolutamente nada, como lo hacen los demás, bípedos destructores de los bienes de la Naturaleza. Por lo tanto, debo ahora, al escribir — y quizás esté incluso, en principio, obligado a ello — comenzar en forma distinta a aquella en que lo hubiera hecho cualquier otro autor.
En todo caso, dejando de lado el prefacio convencional, voy a comenzar simplemente con una Advertencia.
Esta forma de iniciar la obra será sumamente juiciosa de mi parte, si no por otra razón, simplemente porque no se hallará en contradicción con mis principios — ya sean éstos orgánicos o psíquicos — ni tampoco con ninguna de mis normas «arbitrarias» de conducta; al tiempo que también será honesta — claro está que honesta en el sentido objetivo — porque tanto yo mismo como todos los demás que me conocen a fondo, habrán de esperar con absoluta certeza que, debido a mis escritos, desaparezca por completo en la mayoría de los lectores, en forma inmediata y no gradual — como tarde o temprano ha de ocurrir con el tiempo a toda la gente — toda la «riqueza» que atesoran, ya sea que les fuera transmitida por herencia o que la hubieran ganado con su trabajo, bajo la forma de conceptos tranquilizadores que sugieran ensueños sencillos, así como hermosas representaciones de sus vidas en el momento actual y en los tiempos por venir.
Los escritores profesionales suelen redactar estas introducciones dirigiéndose al lector por medio de toda clase de frases grandilocuentes, «melosas» e «infladas».