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Speaking frankly, I inwardly personally discern the center of my confession not in my lack of knowledge of all the rules and procedures of writers, but in my nonpossession of what I have called the “bon ton literary language,” infallibly required in contemporary life not only from writers but also from every ordinary mortal.
As regards the former, that is to say, my lack of knowledge of the different rules and procedures of writers, I am not greatly disturbed.
And I am not greatly disturbed on this account, because such “ignorance” has already now become in the life of people also in the order of things. Such a blessing arose and now flourishes everywhere on Earth thanks to that extraordinary new disease of which for the last twenty to thirty years, for some reason or other, especially the majority of those persons from among all the three sexes fall ill, who sleep with half-open eyes and whose faces are in every respect fertile soil for the growth of every kind of pimple.
This strange disease is manifested by this, that if the invalid is somewhat literate and his rent is paid for three months in advance, he (she or it) unfailingly begins to write either some “instructive article” or a whole book.
Well knowing about this new human disease and its epidemical spread on Earth, I, as you should understand, have the right to assume that you have acquired, as the learned “medicos” would say, “immunity” to it, and that you will therefore not be palpably indignant at my ignorance of the rules and procedures of writers.
This understanding of mine bids me inwardly to make the center of gravity of my warning my ignorance of the literary language.
In self-justification, and also perhaps to diminish the degree of the censure in your waking consciousness of my ignorance of this language indispensable for contemporary life, I consider it necessary to say, with a humble heart and cheeks flushed with shame, that although I too was taught this language in my childhood, and even though certain of my elders who prepared me for responsible life, constantly forced me “without sparing or economizing” any intimidatory means to “learn by rote” the host of various “nuances” which in their totality compose this contemporary “delight,” yet, unfortunately of course for you, of all that I then learned by rote, nothing stuck and nothing whatsoever has survived for my present activities as a writer.
Si he de hablar con franqueza, diré que yo, en mi interior, discierno personalmente el centro de mi confesión, no en mi falta de conocimientos, acerca de todas las reglas y procedimientos seguidos por los escritores, sino en mi carencia de lo que he llamado «lengua literaria de buen tono», invariablemente exigida en la vida contemporánea, no sólo a los escritores, sino también a cualquier mortal ordinario.
En cuanto a aquélla, es decir, a mi falta de conocimientos acerca de las diferentes reglas y procedimientos literarios, debo declarar que no me preocupa mucho.
Y si no me preocupa, ello se debe a que esta «ignorancia» ya ha ingresado a la vida de la gente, entrando a formar parte de cierto orden de cosas. Así surgió esta bendición que ahora florece por toda la superficie de la Tierra, gracias a esa nueva y extraordinaria enfermedad que en los últimos veinte o treinta años, por una u otra razón, ha hecho presa especialmente en la mayor parte de aquellas personas — pertenecientes a cualquiera de los tres sexos — que acostumbran a dormir con los ojos entreabiertos y cuyos rostros constituyen suelo fértil para el crecimiento de toda clase de granos.
Esta extraña enfermedad se manifiesta en que, si el paciente tiene algo de literato y se le pagan tres meses de sueldo por adelantado, él (ella o ello) empieza a escribir invariablemente, o bien un «artículo», o un libro entero.
Puesto que conozco perfectamente esta nueva enfermedad humana y su epidémica difusión sobre la Tierra, tengo derecho, como vosotros comprenderéis, a suponer que estaréis «inmunizados» — tal como dicen los «doctores» — y que, por lo tanto, no os indignaréis demasiado por mi ignorancia de las reglas y procedimientos literarios.
Puesto que así lo entiendo, me siento íntimamente inclinado a convertir mi ignorancia de la lengua literaria en el centro de gravedad de mi advertencia.
Como autojustificación, o quizás también para atemperar la censura de vuestra consciencia vigilante con respecto a mi desconocimiento de este idioma indispensable para la vida contemporánea, considero necesario declarar, con el corazón pleno de humildad y con las mejillas rojas por el rubor de la vergüenza, que si bien a mí me enseñaron este idioma en mi infancia, y si bien algunos de mis mayores que me prepararon para la vida responsable me obligaron constantemente — sin ahorrar ni perdonar» ningún medio intimidatorio — a «aprender de memoria» la hueste de diversos «matices» que componen en su totalidad esta «delicia» contemporánea, no obstante, desgraciadamente — por supuesto — para vosotros, de todo aquello que aprendí de memoria, nada perduró para salir a la luz en mis actuales actividades de escritor.